viernes, 4 de diciembre de 2009

Desde Surat nos llega este relato que nos trae dos buenas noticias

El amor del Esposo de Rupa que fue auténtico hacia ella, generoso, tierno y fiel hasta la muerte. El ejemplo que nos da Hermana Mary, en primer lugar para el matrimonio y para todos nosotros, contemplando arrodillada, ante unos pies sucios y deshechos por la enfermedad, al propio Jesucristo.


Experiencia del amor incondicional de Dios

La espiritualidad de la Compañía está basada en la experiencia del Amor incondicional de Dios hecho carne en el amor humano de Jesús. En el número 4 de nuestras Constituciones se nos dice que es un “Amor que nos compromete igualmente con la realidad en que vivimos, y nos lleva a restablecer las relaciones de amor y de justicia exigida por la igualdad fundamental de todos (los hombres) ante Dios, como hijos en el Hijo, haciendo posible la fraternidad universal propia del Reino”.

Nunca pensé que un día este artículo que está en nuestras Constituciones, citado en nuestras conferencias y documentos, me iba a ser enseñado a ser vivido concretamente, de la mano de un pobre mendigo leproso.

Aquella mañana mi meditación se había centrado en la reflexión de “Jesús lavando los pies de Pedro” y la pregunta que me suscitó: ¿Dónde se encuentra Jesús? La respuesta fue “arrodillado frente a sus pies sucios”.

Era en la Leprosería de Surat (India), un día normal. Un día normal empieza a las ocho de la mañana distribuyendo a cada uno de los enfermos su medicina y después hacemos las curas en el dispensario que suelen terminar cerca de las 12 de la mañana. Las mujeres, pacientes que me ayudan en las curas, después que todos los enfermos se han ido, limpian el recinto, lo cierran y se van a comer.

GRAN TERNURA
Justo cuando todo ya estaba limpio y cerrado, apareció una pareja de ancianos para las curas. El hombre que me ayuda en el dispensario no quería dejarlos entrar, por que venían tarde y fuera del horario. Fui inmediatamente a ver lo que pasaba. La mujer estaba muy demacrada y el hombre muy anciano, la bajaba del triciclo rickshaw en sus brazos. La pierna de la mujer era totalmente una herida infectada que olía mal.


Miré a la mujer. . . era una miseria, delgadísima, no tenía manos, la enfermedad se las había destruido hasta las muñecas, los dedos de los pies, y también los ojos en su cara desfigurada. No quedaba nada de esa belleza exterior, tan deseada por el mundo de hoy, pero su marido veía otra cosa. . . la miraba con ternura. Pensé. . . “Aquí está Jesús arrodillado frente a estos pies sucios. Y yo ¿Dónde estoy? ¿Puedo estar en otro sitio?”


No tuve tiempo para pensarlo. El anciano respondió a mi pregunta interior con sus ojos, implorando mi atención a la mujer. No dudé. . . yo tenía que estar allí donde están los pies sucios. Me necesitaban en este momento, no podía hacer otra cosa.


Pero eso no fue todo. El hombre era como Jesús para mí. Me dijo: “Hermana, si hospitaliza a mi mujer yo me quedo con ella para cuidarla”. Así lo hicimos.

El iba muy limpio, con barba, como un sacerdote hindú. Vivían en un suburbio habitado por enfermos de lepra. El iba a los templos para mendigar y la mujer, en un carrito de madera, mendigaba también por las calles.


POBRES Y FELICES

Me emocionó lo que dijo luego: “Hermana somos pobres y tenemos tres hijos, pero vivimos contentos. La he cuidado todos estos años curándola cada día. Yo estoy bien, no me he contagiado de la lepra. ¡ Que Dios no de esta enfermedad a nadie!”.


Se había casado con ella cuando era joven aunque ya tenía la enfermedad y estaba desfigurada.


La curé y al día siguiente llamé al médico para ver si necesitaba una amputación de la pierna. Vimos que la mujer no tenía fuerzas para resistir una operación y quedamos en curarla cada día y reforzarla con vitaminas y nutrición. . . pero no nos dio tiempo a ello. El mismo día por la tarde se fue a una vida mejor.


Me llamaron diciendo que había dejado de hablar. Cuando fui. a su cama estaba el marido a su lado, llorando y acariciándole la cabeza con las manos, hasta que murió en paz.


Estuvieron solamente un día y una noche con nosotras pero me impactó mucho el amor incondicional que él sentía por su mujer, en la manera como la cuidaba y en que aceptó su muerte con mucho dolor pero con confianza en Dios.


Mientras teníamos el cuerpo allí y la ambulancia esperando para llevarla al crematorio, todos los enfermos la acompañaban con cantos, pero él se quedó rezando en voz baja y rostro de paz.


Aquí, en este anciano, he palpado el amor incondicional que Dios nos entrega en su hijo Jesús.

Mary Depenha