miércoles, 13 de marzo de 2013

Nunca es tarde para aprender

Un refrán español dice: “Nunca es tarde para aprender”. Estoy de acuerdo con esto siempre que ese aprender venga de la experiencia de la vida, de una vida entendida y vivida como experiencia de un Dios que es compasivo, que tiene “entrañas” y que siente hacia cada uno de nosotros lo que una madre siente hacia el hijo que lleva dentro. 

Pero creer en la compasión de Dios entendida de esta manera, creer que su reacción primera hacia cada uno de nosotros es la compasión, no es todavía una evidencia en mi vida, a mis 60 años de edad. ¿Por qué os digo esto? La respuesta la vais a encontrar vosotros mismos en lo que ahora os comparto, una experiencia que he vivido últimamente en la cárcel de Makala y que me ha ayudado a percibir mejor: cómo es el corazón de nuestro Dios y lo lejos que estoy yo todavía de actuar con un corazón parecido al Suyo. 

Makala es la cárcel provincial de Kinshasa que fue concebida con una capacidad de acogida para 1.500 presos. Desgraciadamente, hoy este centro penitenciario alberga en condiciones inhumanas a 6.100 personas, todos ellos reclusos en prevención y los ya condenados por la justicia también. 

No hace mucho, en una de mis visitas a esta cárcel, se me acercó un preso de edad avanzada y me pidió con insistencia que le ayudara, que me ocupara de seguir su “expediente” que debía estar perdido en algún rincón de una oficina. Me detuve a escucharlo con atención, tomando nota de todo lo que me iba diciendo. Según él, ya había cumplido su condena por un delito que no era grave, pero él seguía allí, olvidado de todo el mundo. Le prometí ayudarle. 
 
Una vez estuve bien informada de su situación, el magistrado encargado de este caso me hizo leer todo lo que un día se dijo en su juicio y me explicó bien la verdad de los hechos. Isara, así se llama nuestro hermano, había cometido un delito muy diferente del que me había explicado a mí aquel día en la cárcel. El delito por el que había sido condenado fue, la violación de una menor. 

Ante mi sorpresa e indignación, el Magistrado me pregunto: ¿A una persona como ésta le está usted ayudando? No supe responderle en ese momento y regresé a casa confundida, con una sensación desagradable de haber hecho el ridículo delante de ese juez, de estar perdiendo mi tiempo y, sobre todo, regresaba enfadada con Isara que era un desvergonzado y que además me había engañado. En aquel momento decidí que no le iba a ayudar. 

Los días fueron pasando y la imagen del Padre del cuadro de Rembland abrazando al hijo prodigo empezó a venir a mi pensamiento, a mi imaginación de una manera muy repetitiva. Comprendí que el Señor quería enseñarme algo. Intuí que debía ser algo relacionado con Isara y me resistía a pararme para comprender lo que el Señor esperaba de mí. 

Al final, me detuve a mirar, a contemplar esta imagen del padre abrazando a su hijo y me pregunté qué habría hecho este hijo durante los años que había pasado alejado de su Padre? ¿Habría también violado a alguien? Ese abrazo del padre, ¿estaría condicionado por lo que el hijo hubiera hecho? Me preguntaba a mi misma en mi interior: “¿Sera verdad que Dios perdona todos nuestros disparates? ¿Todos los pecados? ¿Podrá perdonar también una violación? ¿Será verdad que su compasión no tiene límites? ¿Será verdad que su corazón se mueve solo por la compasión? Y miraba yo en mi interior a ese Padre de la parábola que casi no deja que el hijo le confiese su pecado. Fue entonces cuando me sentí profundamente sobrecogida. 

Comprendí concretamente que Isara no estaba excluido del perdón de Dios y que Su compasión también lo alcanzaba. 

Pensando en el caso de Isara, me sentí cuestionada interiormente al percibir en mí, resistencias para acoger a esta persona, para perdonar y creer en la misericordia de Dios en este caso concreto. Me di cuenta que, el hijo mayor de la parábola del Padre bueno estaba en mí, en mi actitud inflexible y dura, en mi resistencia para acoger la debilidad del hermano sin juzgarlo ni condenarlo. 

En esos momentos intuí que, el ser compasiva era la única manera de empezar a parecerme a Dios, y que el modo de mirar a las personas, a la vida entera, si es con compasión, era el mejor camino, yo diría e l más fiable para irme pareciendo a ese corazón del Padre. 

Esta experiencia de cercanía al corazón compasivo de Dios, fue para mí una llamada a “entrar en casa” para retomar el “expediente” de Isara, (que yo había abandonado) con una actitud nueva, convencida de que Dios solo, desde su corazón compasivo, tiene la última palabra sobre nuestras vidas, debilidades y errores y de que a mí, lo único que se me pide es que sea un reflejo de esa manera suya de ser y actuar: ¡la compasión! Sí, nunca es tarde para aprender! 

Paqui Picón